RECUERDOS Y AÑORANZAS DE UN ¡¡PASADO ILUSIONANTE!!. INVIERNOS, NAVIDADES (SIN JAMÓN SIN MARISCOS, y sin Champagne, vinos tintos o blancos ni cerveza: Agua, escasa y muy mala…) Según vivencias de Paco Rodríguez
Deseo transmitir unos sentimientos que viví en las décadas de los años 40 y 50 del pasado Siglo XX. Sentimientos que, adelanto, no son ni mejores ni peores, sino diferentes, porque diferente es todo el presente de aquél pasado inolvidable.
Sonarán a uno de mis artículos de “MI MEMORIA”, con algunos añadidos. Considero que en los momentos actuales de final de 2022, puede tener plena vigencia. Se avecina la entrada en la estación invernal y con ella la Navidad, con todos sus avíos. Dedicado a mis fieles seguidores, que me han solicitado que hable de aquellos inviernos y la Navidad. También va dedicado a los ecijanos en general y a aquellos que aman a nuestra Écija. SALUD Y FELICIDAD EN LAS PRÓXIMAS FECHAS.
1.-INVIERNO EN ÉCIJA.-En los inviernos de las décadas de los años cuarenta y cincuenta, del siglo XX, era norma generalizada, no escrita, poseer una mesa-camilla, con una tarima, un agujero en el centro, en el que se introducía un brasero, con cisco de carbón, carbonsilla o “carbonilla. Colocando en todo lo alto del montoncito de picón o cisco, un ascua ardiendo de la hornilla de la cocina, pues entonces se cocinaba de ésa manera. A base de darle aire con el correspondiente soplillo, prendía en todo el contenido del brasero, dándole juego al fuego y con una paleta de hierro, o badila, se conseguía una buena y sana calefacción en la habitación central o comedor de la casa. Consiguientemente se iba calentando el ambiente. Sobre la mesa un cacharrito, que podía ser un recipiente de barro, de cartón piedra o de cristal, conteniendo la clásica alhucema, planta procedente de “lavanda”, de la que se echaba un “puñaito” en el brasero, produciendo un aroma a gloria bendita que se transmitía en casi todas las dependencias de la casa, desde que entrabas por la puerta, dando una sensación de bienestar y acogedor, especialmente en la habitación-comedor, que era en donde se hacían todas las actividades diarias. Al tener aquellas casas unas habitaciones altos techos, resguardadas por muros de unos 0,70ms, aproximadamente, por lo general, y debido a que los rayos solares no entraban por ninguna rendija, crecía el ambiente húmedo que provocaba un frio que penetraba en los huesos; por lo que, si era posible, para hacer más confortable la estancia, el calorcito que proporcionaba un brasero, se instalaba otro en el dormitorio principal; una vez calentado éste se trasladaba a otras habitaciones. Cada familia habitante de la casa, disponía de un par de habitaciones, cocina aparte. Era muy normal y común, que las familias dispusieran de mantas y cobertores suficientes, de gran peso, para amortiguar el inmenso frio de las noches; aunque el calor humano era un buen remedio, o sea, se daba el caso que en una cama podían estar acostados hasta cuatro personas. A veces, por la insuficiencia de mantas o cobertores sobre la cama, se recurría a los tabardos, abrigos o chaquetones de cada miembro de la familia. De esa manera se podía sortear el intenso frío que algunos inviernos caía sobre Écija. En mi caso concreto, se daba la circunstancia afortunada de que en la habitación donde dormíamos mi hermana Luisa y yo, en los días de sol de aquellos inviernos largos y fríos, disfrutábamos de los tímidos rayos del Rey sol, que entraban por las rendijas de las ventanas. Momentos maravillosos. (Aclaro que habitábamos la planta alta de la casa en la calle Avendaño, número 2).
Alrededor de la mesa-camilla, de grandes dimensiones, una buena ropa de estufa, nos cobijaba del frio exterior, donde nos sentábamos los miembros que componían nuestra familia.
(Éramos conocidos como “la familia de El Lego” de Écija, de la calle Avendaño”. Mi abuelo Rafael González, titular del mote, era el maestro albañil, del cura de Santa María; o sea, estaba en la iglesia mucho tiempo, y quizás por ello, se le llamaba “El Lego”).
Ahí, en aquella gran mesa, hacíamos prácticamente las tres comidas; -en el caso de los niños, la merienda consistía en un “coscurro” de pan con aceite y azúcar, o con una onza de chocolate-. Tras el almuerzo, cada habitante se disponía a realizar sus labores: las mujeres las faenas de limpieza o fregado de los utensilios de la comida; la costura de prendas, zurciendo zancajos de los calcetines. Ellas, muy aplicadas, hacían puntos de lana, confeccionando chalecos de abrigo o bufanda para el frío. Los hombres de la casa se iban a su trabajo, si no estaban en paro, o al Salón, a esperar la oportunidad de encontrarlo. Nosotros, los niños, nos dedicábamos a jugar a la calle o al colegio del Carmen, por la tarde. En el supuesto de mal tiempo, jugábamos los juegos de mesa de aquella época –parchís, juegos de mesa, como las cartas de naipes, las damas o ajedrez, si hacía mal tiempo. Hay que tener en cuenta que, en aquellos años, íbamos al colegio por las tardes, cada día de la semana, salvo los jueves. En los días de vacaciones era otra historia, estábamos la mayor parte del tiempo en casa, enfrascados en nuestras travesuras, provocando las clásicas riñas de la madre, la tía o la abuela, que no nos permitían ningún desliz. En la estufa, sentados todos, era clásico la voz de los mayores “¡¡niño menea, pero sin echar las cenizas fuera eh!!”; y ahí estaba el gran problema, porque el niño no se ajustaba a la orden, sino que iba a más: jugando y jugando derramábamos cenizas cada vez que meneábamos el brasero, ensuciándolo todo. Provocando la salida en tromba nosotros, perseguidos y atacados por los mayores de la familia.
En esas condiciones, y con aquella calefacción, puedo asegurar, que ¡NUNCA!, ¡jamás!, escuchaba noticias de accidentes por un descuido calefactorio o despiste al manejar el brasero, al menos yo, no tengo constancia, que alguien hubiese provocado un incendio con el susodicho brasero, ocasionando daños materiales y físicos, irreparables –salvo el pico de la ropaestufa, que detectábamos rápidamente y la retirábamos. Algo que, desgraciadamente, suele ocurrir en los actuales tiempos, y con cierta frecuencia. Si acaso, sí se podía dar la circunstancia de que algún miembro de la familia, al quedarse dormido sobre la mesa, notara síntomas de estar “atufao”, o “aflatao”, por la inhalación de Co, por el calor del brasero; en la mayoría de los casos, se trataba de una indisposición leve, que se solucionaba en el patio, respirando el aire ambiental.
2.- NAVIDADES DE AQUÉL TIEMPO.- En aquellos fríos invierno de la ÉCIJA, la del calor tórrido en verano, la NAVIDAD se celebraba como Dios manda: el Niño Dios nacía cada 24 de Diciembre, y en las fechas previas se seguía la tradición y protocolos de siglos. Concretamente, en la casa número 2, de la calle Avendaño, donde nací y habité con mi familia, trato de recordar, con nostalgia, que cada 21/Diciembre, Santo Tomás, Apóstol, del Señor, y conocido con el sobrenombre de “Santo Tomás pestiñero”, todos los vecinos o habitantes de la casa, se juntaban en el gran patio, alrededor de una candela, que se formaba en un gran barreño de zinc o un barril de lata, con leña, carbón o picón.
En mi memoria, imagino a mi abuela Lola, considerada como, lo que hoy se denomina, “la matriarca” de la vecindad, quién se encargaba de organizar a todos los concurrentes, en la elaboración de los pestiños. Ella, con sus puños, iniciaba la labor de amasar una buena cantidad; a cuya masa, bien labrada, creo recordar, se le echaba todos los avíos o aliños adecuados correspondientes, dando un resultado, traducido en pestiños con su punto de textura. Una vez bien amasados, probados por mi abuela Lola, se iniciaba la fritura. Tras lo cual, eran enmelados en platos, que se repartían en la cuota correspondiente, a cada coparticipe. Después, de una forma improvisada, sin que estuviese preparada ni ensayada, se fraguaba una gran zambomba, en la que participaba toda la casa, incluso vecinos de casas colindantes, como por ejemplo la familia Ortega, de la clínica veterinaria de Don Francisco Fernández Figueroa; allí estaban Joselín Ortega, su hermano Bori, sus hermanas Loli y Anita María, (ésta novia, y luego esposa, de Julián Álvarez Pernía, y que con el tiempo llegó a ser el primer alcalde democrático de la Ciudad). Recuerdo haber visto, de pequeño, a mi padre Manuel, que formaba parte de lo que se denominaba entonces, como una rondalla u orquesta de cuerdas, que la componían tres bandurrias, dos laúdes, un violín y dos guitarras, que en la noche pestiñera, amenizaban la fiesta con una música incomparable.
3.- LA NOCHEBUENA de entonces era para mí la mejor noche del año, puesto que comíamos mucho y variado. Algunos años, según estuviera la economía, nos ponian un arroz con carne de gallo o gallina. En las casas de ricos no faltaría el pavo. En la de menos ricos seguro que pondrían gallo o pollo. Pero lo verdaderamente cierto es el hecho de que no se conocía que el jamón fuera plato de noche buena, ni la ensaladilla rusa o huevo relleno. Tampoco se conocía el cava ni los vinos que en la actualidad se consume en casi todas las mesas de la clase media. Sigue habiendo navidad, pero sus tradiciones se están perdiendo a pasos agigantados.
En aquella cocina SIEMPRE la abuela Lola, que era la encargada de poner sus conocimientos y destreza en los guisos, con la ayuda de mi madre y mis tías Angelita y Lola. Tengo en mi memoria las voces de aquella mujeres, discutiendo entre sí, por discrepar con la “cocinera jefa”. Pero la sangre no llegaba al pozo. El resto de la cena, lo corriente en aquellas fechas, los dulces y mantecados de La Colchona de Estepa presidía los postres, junto a un plato de aquellos pestiños tan celebrados. Todo ello acompañado con aguardiente y coñac.
El resto de las navidades pasaba de forma normalita. Salvo que algún que otro mediodía había guiso extraordinario, bien de potaje de garbanzo, habichuela o lentejas, con la morcilla y chorizo correspondiente. Los postres que se conocían entonces eran los peros o manzanas y naranjas. Salvo que la cocinera hiciera extraordinarios flanes o arroz con leche, que le salían p’a chuparse los dedos.
4.-LA ÚLTIMA NOCHE DEL AÑO.- La llamada Nochevieja, en aquellos años no tenía la trascendencia e importancia que después le fueron dando las generaciones posteriores. En mi familia recuerdo haber visto cómo se tomaban las doce uvas al golpe que daba uno de mis tíos sobre una cacerola de gran tamaño. No tengo constancia de lo que no viví. Me contaba mi padre que una Nochevieja en familia, al tomar las uvas, mi tío Martín Tirado, se había entretenido introduciendo en cada uva una pipita de guindilla. Cada doce uvs en un cartuchito de papel. Aquello fue algo irrepetible, tanto lo de ver a cada uno con todas las uvas en la boca, por la “rapidez de las campanadas” así cómo las palabrotas que proferían al autor de tal desaguisado, que tuvo que salir corriendo por la calle, seguido por todos los damnificados que querían matarlo. Dicen que mi abuelo Rafael estuvo mucho tiempo sin dirigirle la palabra.
¡¡Qué suerte haber nacido en aquella época!!.
¡¡Qué suerte haberme criado en aquél ambiente grato, lleno de tanto amor!!….sobre todo…
¡¡Qué suerte haber tenido aquél fenómeno de Abuela Lola, que tanto significó en mi vida, sobre todo, en mi infancia y más tarde en la adolescencia.
5.-LOS REYES MAGOS.- Aquella noche no se dormía; tanto mi hermana Luisita como yo, estábamos en vela, para verlos llegar. He de decir que no había cabalgata, ni carrozas, ni había Tienta Panza, ni Visir, ni Estrella de la Ilusión. Pero nada de aquello, que no teníamos, se puede comparar con el AMOR con el que nos dejaban los regalos; con la ILUSIÓN con la que esperábamos las sorpresas por la mañana bien tempranito. Aunque se tratara de juguetes de irrelevante importancia, o ropa necesaria, a nosotros nos parecían los regalos más hermosos y más valioso del mundo. Los REYES MAGOS, al fin, habían sido todo lo generoso que se podía. Además, nuestros padres y familiares, nos hacían ver y comprender “que SS.MM, tenían que atender a otros niños, con más necesidades y más pobres que nosotros”.
FIN.-